—Me encanta viajar. Llevo diecinueve vuelos este año. He hecho de Venecia a Milán, de Colonia a Munich y la Costa Azul francesa, que ya la conocía —dijo el conductor del Blablacar, lleno de orgullo.
—Ay, yo tengo muchas ganas de ir a Berlín —comentó tímidamente la copiloto.
—Berlín es lo más feo de Alemania. Porque es que Alemania es muy bonito. El castillo ese de Disney, no sé cómo se llama en alemán… Está ahí en medio de la montaña, es una pasada. Es lo más bonito que he visto en mi vida […].
También pasaron por el inevitable tema de los idiomas. El conductor lo abordó con la firmeza que lo caracterizaba:
—Yo dejé dos trabajos aquí en España y me fui a Londres, porque quería aprender inglés. Allí tenía un compañero de trabajo español que me preguntaba que por qué le hablaba en inglés. «Pues porque yo he venido aquí a practicar». Y así, a los tres meses, casi se me había olvidado el español. No como los franceses, que no aprenden ningún idioma. Cuando estoy en Madrid y me viene alguno hablando en francés, yo que no tengo ninguna vergüenza, le digo: «mira, yo hablo español, inglés e italiano, así que no me hagas aprender otro idioma».
—Ah, ¿hablas italiano también?
—Bueno, lo entiendo perfectamente y me defiendo hablando.
—¿Y eso?
—Porque en Londres vivía con muchos italianos [sic].