Esta mañana alguien se ha olvidado una mochila en el autobús. Una señora ha dado el aviso al conductor justo en la parada en la que he subido. El conductor ha hecho un gesto de resignación, tipo: «Vaya, lo que me faltaba». Me he puesto a imaginar lo que este conductor estaba pensando:
«Según el protocolo de seguridad, debería parar el autobús, apagar el motor y cancelar la ruta. Hacer bajar a todos los pasajeros, marcar una zona límite de seguridad entorno al vehículo y llamar a la policía. Ellos harán venir a los bomberos, al cuerpo especialista en desactivar explosivos y un par de ambulancias. Pero sé que en realidad no tiene ningún sentido hacer eso, voy a hacer lo que se hace desde el inicio de los tiempos: aplicar el sentido común».
Le ha dicho a la señora que le acerque la mochila para guardarla. Era pequeñita y roja. «Será de una niña», ha dicho el conductor. En mi línea hay muchos niños que van al cole a esta hora. Me alegro de que no hayan destruido de manera segura los cuadernos y pinturillas de una colegiala. El conductor ha salvado el día.
O es posible que yo esté desvariando un poco. Que no exista un protocolo de seguridad así para autobuses. Es posible que tengamos suerte y la obsesión colectiva de tener una supuesta seguridad a cualquier precio no haya llegado hasta aquí. Es posible que el conductor estuviera realmente pensando algo así como: «Vaya gaita tener que llevar esto a objetos perdidos después del turno, yo que quería llegar pronto a casa».